martes, 22 de enero de 2008

El regreso

Algunos se quejaron del descuido al que sometí a este blog. Incluso recibí un correo donde me preguntaban si estaba bien. Estuve de vacaciones, nada más que eso. De algún modo fue también vacacionar de este lugar virtual, el blog. Porque como esto no es un diario personal, no siento la necesidad de contar cada cosa que me sucede. Además, no siempre uno tiene algo interesante para decir y el que crea lo contrario deberá mirarse un poco menos el ombligo peludo.

Estuve en la Costa Atlántica y no fui víctima de la inseguridad; fui víctima del delito. Eso de ser víctima de la inseguridad no me cierra. ¿De qué inseguridad? ¿De la de uno mismo? ¿De la de los demás? ¿Cómo es la inseguridad? ¿Qué cara tiene? ¿Me la presentan? Pues bien, lo que sí existe es el delito, algo más tangible, que acaso sea el culpable de que nos sintamos inseguros. Y el delito puede verse de distintas maneras. Por ejemplo, Mauricio Macri se roba 2.300 puestos de trabajo en la Ciudad y uno o dos señores, anónimos, natalia natalia, como dijo el policía, me roban el auto, los documentos, el celular, algo de dinero, mientras disfrutaba de las playas de Mar del Tuyú. No importa cómo fue; no viene al caso. El auto apareció a unas diez cuadras al día siguiente pero no gracias a las artes de la Bonaerense, que todavía lo seguía buscando mientras el coche estaba estacionado a metros del mar. Una vecina, de manera casual e insólita, me dio el aviso. Esa mañana le había contado lo ocurrido, y a la tarde me vino a contar que en tal calle, un auto así y asá estaba solo, solito, sin dueño ni nada cerca.

Parado bajo los rayos del sol, piel cobriza, ojos grandes y una sonrisa que dejaba ver dientes blancos, el hombre, vestido de un azul monótono, sostenía un chaleco antibalas. Yo le había dicho que si no encontraban un auto a diez cuadras de donde lo habían robado, menos iban a encontrar a Julio López. La comparación no se correspondía en términos de importancia, ni podía ser lineal. Pero así surgió y de modo imprevisto, una vez borrada la sonrisa, me dijo: "Yo conocí a Estela de Carlotto". Supongo que la mención de López lo llevó, casi de inmediato, a pensar en la dictadura, los desaparecidos, los nietos recuperados y por recuperar. "Yo conocí a Estela de Carlotto", me dijo, así, de la nada. "Buena onda, yo le expliqué que yo soy policía pero no tengo nada que ver con lo que hicieron en los 70". Pero no hay nada que hacerle, pensaba, es la policía, estoy ante la ley, no sirve de nada discutir si ahora son buenos y antes eran malos. Es la policía, pensé, qué lleva a alguien a ser policía, y me iban subiendo ínfulas anarquistas. Es el Estado opresor, la policía. Pero escuchaba, mientras esperábamos que lleguen a rescatar el auto de la arena, que el hombre estudiaba historia en un instituto llamado Arturo Jauretche. "Nacional y popular", me instruyó para más datos. Entonces, dije, ganémoslo. Soldado, hermano, pasate de este lado, recordé el cantito, que no sé si era así, pero parecido.

Pero no, llegó la ayuda para sacar el auto: un remolque largo del que se baja un señor mayor, flaco, algo falto de dientes, pelo cano, que me pregunta si soy "el gaucho del auto". Sí, soy yo, le digo, y le pido una rebaja en la suma que me quería cobrar, pero después también renuncié a eso, no valía la pena, cuántos autos deberá remolcar para comer o para comprarse un vino, le doy lo que quiere, me lleva el auto y listo, sin discusión. "Gaucho, tengo que cobrarte eso". Está bien, pero vamónos. Entonces, después de una y otra maniobra, incrusta el remolque en un jardín de la cuadra, verded el cesped, cuidado todo el año, quizá por un jardinero o por la mano del dueño, quién sabe. Lo incrusta y el camión se queda varado. Ahora hay que sacar también al camión, qué mala suerte, pensé, incluso había que llamar a un segundo remolque para que saque a este, cómo hacemos. "Una pala, una pala", gritaba el hombre en medio de una cuadra que ya estaba colmada entre curiosos y vecinos que observan sus movimientos. Hasta que apareció la pala y el jardín quedó prácticamente destruido, con tanta mala suerte que justo apareció el dueño de la casa y se quedó un minuto mirando cómo un desconocido había incrustado un camión en su jardín y ahora se lo estaba destruyendo. Y yo era el culpable. Será por eso, porque alguien le debe haber explicado lo que ocurría, que vino directamente a mí. Uy no, dije, ahora voy a tener que pagarle también a un jardinero. Pero no, el hombre, unos 40 años, bien vestido, o por lo menos demasiado vestido como para estar tan cerca de la playa, vino a decirme que qué bueno que había encontrado el auto y que él ya decía que ese auto era robado, y esas cosas. Le pedí disculpas por el jardín. No te hagas problemas, me contestó, eso se arregla.

Todo solucionado, sacamos el remolque, subimos el auto, me subo al remolque, nos vamos hacia casa, el auto sano, hasta el estéreo en el auto, qué alegría. Y ahora que vamos por la calle 2, la principal, donde hay más autos, noto que el camión, el remolque, no tiene frenos. "Correte, correte, correte", gritaba el conductor, desencajado, a motociclistas, peatones en ojotas y autos. Así, a baja velocidad, con el envión fue llevando el auto. "Correte, correte, correte porque te piso, che", les gritaba asomando la cabeza hacia adelante por la ventanilla, y no pude más que largarme a reír. A tentarme de la risa mientras el tipo llevaba adelante la misma escena en cada una de las esquinas.

Al lado mío alguien dijo que mientras haya personas que deban robar para vivir esto deberá ser así. Yo primero dije sí y al rato volví a decir dos veces sí. Y yo pensaba en la propiedad privada y en otras yerbas, pero era demasiado. En estos días los rayos del sol son generosos hasta tarde. Quería irme a la playa.

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