martes, 6 de diciembre de 2011

Adelanto de ¡Academia, carajo!

Fernando Marín esperaba en una mesa de la confitería La Rambla junto a su hijo. En la esquina de Posadas y Ayacucho, nervio de la Recoleta, Buenos Aires tardaba en despertarse dentro de un país taquicárdico. Julio Grondona llegó a los pocos minutos en compañía de su secretario personal, Daniel Pellegrino. Tomaron el café y partieron para la Casa Rosada. El sábado 22 de diciembre por la mañana, la avenida Del Libertador desplegaba toda su anchura para unos pocos autos. A la rebelión la había suplantado un ritmo de siesta. Por arriba, sin embargo, la maquinaria institucional estaba en movimiento: esa tarde, en el Congreso, iba a empezar a sesionar la Asamblea Legislativa que tenía que elegir al Presidente.
Los invitados entraron por la explanada de la avenida Rivadavia unos minutos antes del mediodía. Marín vestía con jean, saco azul oscuro y suéter amarillo claro sobre una camisa celeste. Grondona, más estricto, llevaba un traje gris apenas tirando al verde, camisa blanca y corbata clara al tono. Cuando ingresaron al despacho presidencial, los esperaban Ramón Puerta y Miguel Ángel Toma. A un costado estaba Rubén Santos, jefe de la Policía Federal.
Todo eso era posible, se jacta Marín, gracias a su amistad con Mauricio Macri. Ahora recorre con la mirada el contorno de la mesa a la que estamos sentados como si cada lugar estuviera ocupado. Actúa la escena más con el tono que con el gesto. Dice que Grondona fue el primero en tomar la palabra con su cultura pragmática de Barón del Conurbano y esa voz ahuecada que parece salirle de la barriga.
–Bueno, Presidente, haga usted lo que pueda.
Marín cuenta que aprovechó el vacío, el silencio que recorría la sala, y miró a los ojos de Puerta para rogarle y decirle que le daba su palabra de honor de que nada iba ocurrir, que todo sería una fiesta, que se lo pedía por favor, Ramón, por favor.
–Le juré por Dios y por la Virgen –dice Marín y junta las manos en un rezo–. No te quiero exagerar pero estuve cuarenta minutos hablando, cuarenta minutos de reunión intensa.
Puerta, cuenta el empresario, se levantó de la mesa junto con Miguel Ángel Toma. Pidieron cinco minutos para hablar con Santos, el jefe policial que tenía que poner los efectivos para el operativo de seguridad.
Santos había comandado la represión 48 horas atrás.
Duraría sólo dos días más en el cargo y en febrero sería detenido. Al igual que el secretario de Seguridad de la Alianza, Enrique Mathov, y otros dos comisarios, Raúl Andreotti y Norberto Gaudiero, Santos fue procesado por cinco homicidios culposos (Diego Lamagna, Carlos Almirón, Marcelo Riva, Gustavo Benedetto y Alberto Márquez), lesiones en 117 casos, abuso de autoridad y violación de los deberes de funcionario público. Diez años después esperaba en libertad el juicio oral.
–Ese jefe de la Policía Federal se portó como un duque, garantizó todo –elogia Marín.
El gerenciador de Racing recuerda que esperó junto a Grondona la respuesta de Puerta. Dice que el jefe de la AFA siempre le tuvo respeto, aunque él no fuera un subordinado.
–Yo no era un rebelde –aclara Marín–. Pero tengo mi propio peso y criterio. Como yo sabía muchas más cosas que los que lo secundaban, ese espacio Grondona no me lo dio.
Igual, dice, el dirigente eterno le demostró que quería que jugara Racing porque, de lo contrario, no hubiera aparecido esa mañana en La Rambla.
Al rato, Puerta volvió con Toma.
–Voy a firmar el decreto, pero River también juega –anunció.
Eso, al menos, recuerda Marín.
Ramón Puerta señala la avenida Del Libertador, más allá de la ventana, intentando imaginar el recorrido hacia la Casa Rosada.
–Todo derecho, vamos a llegar a un mástil con una bandera argentina, y ahí vamos a ver el lateral de Paseo Colón.
Todo ese piso es el despacho presidencial. Pero donde se sienta el Presidente es la primera ventana perpendicular a Paseo Colón. Ésa es la espalda del sillón de Rivadavia. En aquel momento estaba tapiada; desde la época de los milicos estaba tapiada, pero ya no, ya la levantaron. El despacho es largo y en el medio hay una mesa grande, como un living. Ahí es donde se hizo esa foto.
Puerta reconstruye el episodio cuadro por cuadro. Hay que ayudarlo. Su memoria es vaga y no retiene detalles. De todos modos, habla con seguridad de las generalidades. Recuerda el llamado de Mauricio Macri en pleno incendio pidiéndole por Racing y dice que a partir de eso en su cabeza se despertó otra cosa.
–Ahí viene el acto que me pareció muy importante: que la gente hable de fútbol y se tranquilice la calle. Mi decisión fue política. La televisión estaba meta mostrar cosas feas, incendios, saqueos, aunque si bien en los dos días míos se tranquilizó porque se fue De la Rúa, se fue Cavallo y la gente dijo “Esto va a mejorar”. La jugada fuerte mía fue que cargué todos los cajeros con plata. La gente iba y sacaba plata y ahí se tranquilizaba todo. Para eso tuve que poner el estado de sitio porque los camiones de caudales no se querían mover si vos no le ponías la Gendarmería. Por eso, cuando me tira la idea Mauricio, me pareció muy bueno que la televisión de todo el país mostrara el partido por el campeonato y la gente saliera a festejar.
Después de cortar con Macri, el mismo día de su asunción, Puerta puso en operatividad a Miguel Ángel Toma.
–Mauricio dice si podemos hacer el partido de Racing.
Toma le dijo que no se preocupara, que él se encargaría de todo, y coincidió en que debían aprovecharlo políticamente.
Toma, además, mantenía una buena relación con Grondona: en los años de menemismo había sido titular del Comité de Seguridad Interior y cada semana se reunía en la AFA para la programación de la fecha. Toma, entonces, confiaba en la fluidez de su vínculo con el patrón del fútbol argentino. Con Racing sabía que no sería un problema, pero necesitaba convencer a Agremiados, River y Vélez.
–A mí como hincha de fútbol –dice Puerta– me parecía una injusticia que no pudiera jugar Racing, pero inmediatamente lo agarré por el lado político, que era volver a un país normal.
Por la mañana, el misionero, junto a Toma, recibió a Sergio Marchi, el secretario general de Agremiados que la noche anterior había soportado una marcha en la puerta del gremio. También pasaron por la Casa de Gobierno Juan Carlos González, vicepresidente de Vélez, y Domingo Díaz, vice de River.
–Yo los atendí a todos y les pedí jugar –asegura Puerta.
Luego llegó el turno de Marín y Grondona.
–Cuando ellos entraron ya estaba todo conversado.
Puerta sostiene que cuando tiró sobre la mesa la idea de que se jugara la definición del torneo, Grondona se sorprendió.
–Uhhh, es casi imposible, Presidente.
–Pero déjese de joder, Don Julio, tenemos que hacer jugar a Racing.
Ahí ingresó Marín con su pedido de que hiciera lo imposible para que pudiera terminarse el campeonato.
–La jugada era levantar el estado de sitio –me dice Puerta.
A los pocos minutos ingresaron los fotógrafos de los medios de prensa. Hubo bromas, risas y flashes. La primera medida de Puerta fue llenar los cajeros; la segunda fue hacer jugar a Racing. Ahí estaba la foto. Sergio Marchi recibió el llamado de Miguel Ángel Toma muy temprano. Eran las 8 del sábado 22 de diciembre de 2001. Lo citaba para una reunión unas horas después. El secretario general de Agremiados fue uno de los primeros en ingresar a la Casa de Gobierno. La mañana era anormal en esa fortaleza rosada. El fútbol se jugaba ahí, enfrente de la Plaza de Mayo.
Marchi dice que tenía la palabra del jefe de la Policía Federal, Rubén Santos.
–Muchachos, no se pueden organizar tantos partidos –les había dicho.
Ellos, los dirigentes sindicales, hicieron caso: pararon la pelota, una metáfora que se convirtió en la más pura literalidad. El sábado por la mañana, cuando puso un pie en el edificio de Balcarce 50, Marchi advirtió que la decisión política era distinta. La preocupación acerca de la seguridad de los jugadores –que expuso varias veces ante el Gobierno– se iba diluyendo.
Marín dice que había advertido en Marchi a un hombre presionado. ¿Por quién? ¿Por Grondona? ¿Por el presidente de River? José María Aguilar había ganado las elecciones hacía pocos días. Era, con 43 años, el presidente más joven en la historia del club y su imagen por entonces irradiaba progresismo y esperanza de transparencia. ¿Quién ejercía la presión que observó Marín?
Le dicen el Turco y sus gestos son gruesos, lo que parece tener más que ver con su pasado de zaguero que con su trabajo sindical. Marchi es un equilibrista: ha tensado la cuerda con Grondona y ha sabido acordar.
–Lo que busco es que me satisfagan los reclamos que hacemos para con los futbolistas –me dijo durante una charla en Agremiados cuando le pregunté por su relación con el patrón de la AFA.
Marchi conduce un gremio lleno de contradicciones: tiene por afiliados a algunos millonarios así como a otro montón de tipos que se rompen el lomo con la pelota para ganarse el pan. Marchi dice que el problema de conciencia, por supuesto, no está en los futbolistas. Ellos, sostiene, se consideran trabajadores más que nadie. El problema, según el Turco, está afuera.
–Por la pasión –me explica–. El jugador sabe que éste es un trabajo tremendo. El día a día del futbolista es durísimo porque del otro lado está el apasionado.
Marchi cursó la escuela secundaria en el ENET N° 4, en 7 y 526 de La Plata. Allí empezó una militancia por el boleto estudiantil. Estaban en plena dictadura. El Turco se acuerda de una gran represión en la plaza San Martín y de cierta inconciencia acerca de lo que ocurría.
–No teníamos idea.
Cuando se metió en la Universidad Tecnológica de La Plata a estudiar ingeniería, el fútbol ya le había ganado el tiempo. Duró poco en la carrera porque tuvo que seguir con la pelota. Igual, no abandonó el interés por la política. Dice que un libro lo marcó para su vida: Conducción política, de Juan Domingo Perón. Una vez, se lo llevó a un amigo que tenía problemas. Era técnico y su equipo no ganaba. Marchi creyó que el libro le iba a abrir la cabeza, como a él.
–Perón lo escribió en 1951 y cuando lo leés te das cuenta de que era un adelantado. Hay cosas valiosas ahí. Para aplicarlo en política y para aplicarlo en la vida. Habla de los líderes, de qué es la conducción. No es lo mismo conducir que gobernar. Porque cuando vos conducís tenés que pelear todos los días y gobernar es construir todos los días. A veces acá tenemos que hacer las dos cosas.
Cuando llegó a la Casa Rosada sabía que lo esperaba una decisión política. Nadie podría ser tan inocente. Se sentó ante Toma y Puerta y escuchó. Le pidieron jugar. Le dijeron que la seguridad estaba garantizada para un puñado de partidos, los necesarios para completar el campeonato y definir los ascensos. Ahí también estaba Santos, el jefe de la Policía.
–Hicieron toda una exposición que escuché y nos demostraron que el país había vuelto a tener un mejor control… Yo no estaba del todo convencido.
Marchi se fue rápido de la Casa Rosada. Caminó con prisa esquivando los micrófonos de la prensa. Recuerda que estaba contrariado por todo lo que había sucedido.
Los medios, al día siguiente, lo pusieron en la columna de los derrotados.
–Me guardo en mi corazón lo que se habló en ese momento.Gracias a Dios se pudo jugar y no hubo problemas.
Marchi no quiere ahondar. Ya pasó mucho tiempo. El Funcionario se demora.
–Ya viene –anuncia la secretaria y se mete en otra habitación.
Tengo enfrente un estante enorme con revistas, todas iguales, como si estuvieran en venta ahí mismo, adentro de la casona. Son de una fundación y hablan de políticas públicas. A los pocos segundos –unos treinta, no más– escucho su voz. No hay respuesta. Es evidente que habla por teléfono.
–Está acá, esperándolo.
Miro la hora, son las 10.58, una mañana fría y cortante en la ciudad. Llegué con puntualidad. Afuera se siente el motor de un auto. Aparece la mujer con un manojo de llaves en la mano.
–Ahí llegó.
Un minuto después está de vuelta. El Funcionario le sigue los pasos y atraviesa la puerta con algo de curvatura en el lomo. Es alto, tiene las cejas canosas y el pelo levemente caoba. El Funcionario me estrecha la mano, un apretón fuerte. Parece alemán. No espera un segundo, me dice que pase a su oficina, una habitación amplia, con un ventanal de costado que da a la calle, una continuidad de la oscuridad de la antesala y un velador de pie encendido. El escritorio está al fondo. Es una pieza maciza de madera. El Funcionario apoya los diarios que trae en la mano. Es lunes. “Boca festejó con otro gol de Palermo”, dice un título. El Funcionario enciende un Marlboro.
–Te voy a contar cómo los sacamos campeones.
El Funcionario ríe con los dientes apretados. La boca se le hunde en la cara, los ojos se le achinan y la mirada se pierde hacia un costado. Es una risa falsa. La mujer trae una bandeja con café, la apoya sobre el escritorio y reparte un pocillo para cada uno. Echa un chorro de leche en el mío. El Funcionario hace brasa con el tabaco. Su cara se sumerge en el humo. Me había adelantado por teléfono que tenía cosas para decirme. Tardamos tres meses hasta encontrarnos. El Funcionario es un hombre ocupado, sobre todo en épocas de elecciones, cuando dedica días enteros a tejer sus armados. En el ambiente, lo conocen como un operador. Un organizador por abajo de lo que se cocina por arriba. El Funcionario, me dicen, maneja información.
No hablamos de esos temas. Él ya sabe que lo sé. Suena un teléfono. Tiene tres aparatos sobre el escritorio, un inalámbrico de hogar, un móvil no muy moderno y un handy. A veces le entran dos llamadas a la vez. Ahora es alguien preocupado, alguien a quien El Funcionario buscaba desde el día anterior.
–¡Apareciste!
Hay problemas en la provincia, parece que le cuentan. El Funcionario habla con suficiencia. Tranquiliza. El Loco es un boludo, le dice a su interlocutor. Le pide que se quede ahí hasta que puedan hablar con el Gordo. Ya mismo se encarga del tema, promete. Pienso, mientras escucho, que tendré que irme. Pero El Funcionario corta y me dispara una sonrisa.
–¿En qué estábamos?
–En que usted fue muy importante en todo aquello.
–Sí, mire, muchas veces la oportunidad existe pero, como supone riesgos, no se la toma. Aquí la tomamos.
De pronto hablábamos muy seriamente. El Funcionario me cuenta que se encargó de todo el asunto. Habla de cuestiones invisibles. Sus aventuras no salen en las fotos. Otros juegan en la superficie, lo suyo es subterráneo.
–Necesitábamos que ganara, teníamos que hacerlo campeón.
El Funcionario continúa con su relato, pero ya no lo escucho. Nuestras cabezas funcionan extrañamente: El Funcionario no me había dicho nada nuevo pero por su insistencia empezaba a comprender que este hombre alto me hablaba en serio. Había pensado, hasta ahí, que El Funcionario era un bromista, que cuando me decía eso de que te voy a contar cómo los hicimos campeones lo hacía con una fina ironía.
–Si no era campeón no servía de nada.
Enciende otro cigarrillo y me explica que era el indicado para el plan. Sabía operar también en ese terreno. Conocía, además, la decisión política que se había tomado en Palacio sobre este asunto.
–Entonces, llamé al Jefe.
Advierto que El Funcionario lanza palabras encerrado en un misterio. Me confiesa que el Jefe se negaba, que ponía reparos, que todo era muy difícil. Su relato ingresa en la oscuridad. El Funcionario se lleva la mano a la oreja, como si tuviera un teléfono invisible. Actúa un diálogo con voz impostada. Hace que grita, pero en voz baja.
–¡No me hinchés las pelotas, vos sabés muy bien cómo se saca campeón a un equipo!
–Sí, pero…
–Hay que poner al árbitro.
–Sí, pero el sorteo…
–¿Desde cuándo jodés con el sorteo? Esto es una cuestión de Estado, la gente tiene que festejar.
–…
–Es él, vos encargate que sea él.
Me asombro. Algunos tiempos no encajan. El Funcionario duda. Me pregunta si ya habían designado los árbitros para ese momento. Le respondo que sí.
–Entonces los cambiamos.
El Funcionario apura su testimonio, tiene mucho para contar y lo interrumpe el teléfono. Tiene confianza con su interlocutor. En una hora y media se encontrarán para almorzar. Corta. Ahora me explica cómo funciona la Constitución. Sus márgenes e interpretaciones, los entresijos. Me habla de las garantías suspendidas del estado de sitio. Todo eso estaba solucionado porque se arreglaba en otro lado, me dice. Era lo fácil. Su misión, en cambio, era la más compleja. Estaba acostumbrado a jugar en esos terrenos.
–Después había que arreglar el festejo con la hinchada.
–No entiendo.
–Claro, había que hacerlo en el Obelisco, garantizarnos eso, jugar con el contraste de la imagen.
No se lo digo pero comienzo a sentirme incómodo. No es ninguna novedad que un resultado de fútbol puede ser manipulado. Digo: perdimos la inocencia hace mucho tiempo y hasta se nos convirtió en una fantasía. Lo imaginamos de muchas maneras: un árbitro recibiendo dinero en un bar, un señor negociando a un defensor y al arquero, dos dirigentes intercambiándose un maletín, un funcionario llamando por teléfono. Hemos conocido muchas historias ciertas y también muchas fabulaciones. Seguimos creyendo, entonces, que no todo puede comprarse. Digo: que existe la trampa pero también existe la épica.
Miro al Funcionario reírse y, de pronto, su cara se me transforma. Lo veo como un villano. No sólo me acaba de contar que nuestro equipo, por el que tanto sufrimos y gritamos, ganó porque alguien, muy lejos de la cancha, hizo bien su trabajo, lo que ya sería demasiado, sino también que nuestros festejos se acordaron en un escritorio, que fuimos todos al Obelisco porque él pensó que era lo mejor. ¿Acaso no nos queda ni la celebración? ¿También nos manipulan la alegría? Recordé que en las Crónicas de Bustos Domecq, de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, hay un cuento, “Esse est percipi”, en el que un dirigente le borra la inocencia a ese personaje creado a cuatro manos. “¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en los ídolos? ¿Dónde ha vivido, don Domecq?” Y aquí, mientras El Funcionario despide el humo hacia el techo, todo suena muy parecido.
–Eso se arregló con la barra y no hubo problemas.
El Funcionario disfruta este momento. Estoy seguro que es la parte de su relato que más le gusta. ¿Así se lo contará a sus amigos? Y ocurre algo más: se relaja tanto que comete un desliz, una confusión curiosa para alguien que se jacta de su precisión.
–La cana habló con el jefe de La Doce y todo solucionado.
La Doce, dice. Olvidamos pronto el lapsus.
–Además, teníamos todos los informes de inteligencia para que no hubiera infiltrados.
El Funcionario se entusiasma con la historia. Se congratula al enumerar sus ideas y acciones. De pronto, se pone poético. Me habla de la textura de la maniobra política.
–No alcanzaba con jugar, tenían que ser campeones y luego generar la imagen del contraste.
–¿El Jefe cumplió? –le pregunto.
–Todo salió tal como planeamos.
El Funcionario me cuenta que los hinchas que lo reconocen se lo agradecen. Nos levantamos. El Funcionario me acompaña hasta la puerta y me estrecha la mano. Me saluda con amabilidad. Desea, dice, que pueda aprovechar toda la información que me brindó. Me pide anonimato. Camino hasta la esquina y paro un taxi. Las palabras del Funcionario reverberan. Me pregunto si todo será cierto. Llego a casa algo perturbado. Reviso entre los recortes y papeles. Busco un nombre: el árbitro. Busco un dato: la fecha. Busco una verdad. Cuando por fin entrecruzo la información confirmo que el juez del partido estaba designado desde el martes. Nadie lo había puesto, nadie lo había cambiado. Nadie, tampoco, había arreglado ningún festejo. De pronto, me envolvía un viento de confusión. ¿El Funcionario me había mentido? ¿O él creía en su historia? ¿Era una simple fabulación o había algo cierto en su relato?
Pensé en eso de que el poder no es sólo mantener las cosas bajo control. El poder también es una apariencia. En el escritorio, sentados uno enfrente del otro, mientras el hilo de luz jugaba con el humo de su cigarrillo, El Funcionario me habló como un hombre que podía controlarlo todo. El poder también es eso: una jactancia.
Los cuatro sonríen sentados en las sillas de tapizado rojo con detalles dorados. Ramón Puerta tiene apoyados los brazos sobre la mesa, que los refleja en su brillo. Miguel Ángel Toma inclina el cuerpo hacia adelante con un gesto relajado. En el fondo se ve la ventana que supo estar tapiada. Julio Grondona entrecruza los dedos de ambas manos a la altura del abdomen. En la muñeca se ve un reloj de oro. Algo está diciendo en ese instante. Lo mira a Fernando Marín, que aparece de costado con la mejilla inflada.
Es la tapa del diario Olé del domingo 23 de diciembre, el día siguiente. El título: “Ganó Racing”. El autor del epígrafe merece un aplauso a la síntesis: “Marín, un año en Racing; Grondona, 22 en la AFA; Toma y Puerta, 24 horas en el gobierno”.
Es la imagen del alivio, la foto del acuerdo. Un protocolo lleno de sonrisas. Tres hinchas de Boca (Macri, Puerta y Toma) y uno de Independiente (Grondona) intervinieron para destrabar una definición que, a esa altura, sólo parecía importarle a los de Racing. Cuando le comenté a Marín sobre esa transversalidad de colores reaccionó sorprendido.
–¿Cómo? No, se pudo jugar gracias a mi firme intervención.
Toma y Grondona aparecieron a las 13 en el Salón de los Bustos, donde estaba ubicado el micrófono y esperaban los periodistas desde temprano. “Esta decisión nos alegra a todos en el contexto tan triste del país”, arrancó Toma.
“Agradezco que estén aquí un sábado y que me permitan decirles a los argentinos que la semana que viene vamos a poder ver fútbol”, siguió. Grondona estaba parado a su lado. Toma hacía su primer gran anuncio político en el cargo: “El jueves a las 17 jugarán River-Rosario y Vélez- Racing. Y a las 19, Quilmes-Instituto, en Bahía Blanca… No… Perdón… Quilmes-El Porvenir, Olimpo-Instituto, en Bahía Blanca, y San Martín de Mendoza-Rafaela”. En caso de que se necesitara un desempate sería el domingo 30, el penúltimo día del año. Asunto terminado. Lo que se buscaba, se tenía: Racing iba a jugar el partido con el que pretendía saldar cuentas pendientes. El Gobierno interino tenía la noticia que quería anunciar. Toma, ínclito, saludó a los periodistas y empezó la retirada hacia la zona de despachos.
Pero Grondona, al paso, dejó su sello en la breve conferencia de prensa. Miró a todos y les dijo: “Aprovecho para desearles a todos un Feliz Año y un inicio con todo del 2002”. Terminaron así con la incertidumbre. Racing tendría su partido con Vélez, River tendría el suyo con Rosario Central, y el torneo tendría un campeón. Además, estaban los ascensos. Todo se resolvió 48 horas después de la sangre y la muerte, en medio de la definición sobre quién sería el próximo presidente de la Argentina y a dos días de Navidad.
Todo parado menos el fútbol. Los partidos habían quedado programados para el 27, por lo que los jugadores tendrían que transitar esa fecha de pan dulce y vitel toné en plena preparación para una final. A unos metros de donde se negociaba por Racing, Adolfo Rodríguez Saá armaba su futuro gabinete y preparaba el discurso de asunción. La Asamblea Legislativa sesionaba en el Congreso. El PJ había presentado un proyecto que incluía el siguiente paquete: elecciones el 3 de marzo, Rodríguez Saá presidente hasta ese día y un sistema de ley de lemas que le permitía al peronismo resolver sus cuestiones internas en comicios nacionales. Ese último punto obligaba a que la aprobación necesitara de una mayoría especial, o sea, dos tercios de los votos de la totalidad de las cámaras de senadores y diputados. Pero radicales y frepasistas se negaban a entregar sus voluntades. “Lo que quiere hacer el PJ es una barbaridad. Pero ¿qué pasa si al final no se puede votar a Presidente por culpa nuestra? La gente nos mata”, decía, atribulado, el senador chubutense de la UCR Carlos Maestro, mostrando las contradicciones del bloque que acababa de dejar el poder. “Corren el riesgo de aparecer públicamente como los responsables de trabar el proceso institucional que ellos mismos precipitaron”, escribía José Natanson en un artículo publicado al día siguiente en Página/12. El justicialismo aprovechaba esas grietas. “Si traban la votación en la Asamblea Legislativa, que vengan y que arreglen el tremendo caos que dejaron”, amenazaba Ramón Puerta, citado por Paola Juárez en La Nación.
Rodríguez Saá se mantenía confiado en que sería Presidente. El puntano recibió la noche metido en un despacho del área presidencial de la Casa de Gobierno. El Salón Blanco lo esperaba para asumir, pero todo comenzaba a complicarse. Los legisladores que respondían a Carlos Menem también querían algo a cambio de sus votos. Rodríguez Saá le entregó el ministerio de Turismo y Deportes a Daniel Scioli, amigo del ex presidente, lo que calmó a las huestes del riojano. Los dirigentes políticos, además, se cansaban de recibir llamados de empresarios y lobbistas, atentos al país que se venía. “Vamos a elecciones. Si no quieren, nosotros nos vamos de acá y que vengan ellos”, bramaba Néstor Kirchner, hincha de Racing y gobernador de Santa Cruz. A la medianoche se fueron todos al Congreso para seguir ahí con las negociaciones. A las 13 del domingo, cuando se cumplieran 48 horas exactas de la asunción de Puerta, vencía el plazo impuesto para que el misionero, según plantea la ley de acefalía, entregara el mando del Poder Ejecutivo. La Asamblea continuó durante la madrugada, igual que las negociaciones. El peronismo fue por los votos de las fuerzas provinciales y de los legisladores que respondían a Domingo Cavallo. Ahí también consiguieron lo suyo. Los discursos fueron pasando mientras se mostraban caras extenuadas y el humo de los cigarrillos comenzaba a formar una leve nube sobre el lugar.
La televisión transmitió en continuado. La intervención de Luis Zamora fue memorable, acaso por cómo puso frente al espejo a los que integraban el recinto, sobre todo a peronistas y radicales. El diputado de Autodeterminación y Libertad tomó por primera vez la palabra a la 1.30 del domingo. “La mayoría de ustedes que tienen cara conocida no pueden caminar frente a la población. ¡Miren qué representantes del pueblo son que no pueden caminar ante una mayoría de población espontánea, pacífica!”, dijo. “Esta pueblada que acaba de ocurrir –continuó– tiene características únicas. Yo no encuentro en la historia argentina un antecedente de este tipo, ni siquiera el del 17 de octubre, con la importancia que tuvo, juzgado objetivamente. Porque ahí había un referente, un líder; éstaba preso, pero había un líder. Hubo organización; se preparó. Tuvo mucha fuerza, tuvo muchas cosas que no tuvo ésta. En ésta hubo una cosa diferente: la población recuperó el poder que en la democracia representativa delega a los representantes; lo recuperó. No vino al Congreso a decir ‘echen a De la Rúa’, salió a la calle a echarlo.”
“La solución que ustedes están dando es usurpar desde las instituciones un triunfo que logró el pueblo sin ustedes y a pesar de ustedes, que avalaron las medidas represivas y el estado de sitio; lo permitieron. Lo están usurpando, porque no tuvieron nada que ver, no pusieron el cuerpo. El gobernador Rodríguez Saá no puso el cuerpo frente a las balas, lo pusieron pibes jóvenes, trabajadores”, dijo Zamora, que extendió su discurso a pesar de los abucheos de las bancas y las galerías. Los mismos legisladores que eran repudiados en la calle pretendieron censurar a quien sólo decía que allá afuera, la mayoría, no tenía ninguna legitimidad.
Sobre el final, el justicialista Carlos Maqueda, que presidía la Asamblea, le advirtió a Zamora que debía cerrar su discurso y el diputado reclamó una prórroga. Maqueda se la negó. “Estimo que si lo que yo dijera fuera de su agrado, me daría más.” El justicialista terminó por apagarle el micrófono. Ya había dicho suficiente. En su segunda intervención, avisó que el bloque de AyL no iba a participar de la votación y se iba a retirar: “Para no avalar este mecanismo ilegítimo de esta Asamblea”.
Afuera ya era de día. A las 8.30, senadores y diputados votaron en forma nominal, a viva voz. Los dirigentes del PJ se habían pasado la madrugada haciendo cuentas. Hasta que le cerraron los números. La propuesta peronista sacó 169 votos positivos de los 329 legisladores que componen ambas Cámaras. En contra, se expresaron 138. Rodríguez Saá esperaba en otra sala. Una vez que supo el resultado, que no lo sorprendió, Maqueda lo fue a buscar. Al minuto, entró en el recinto con paso de Presidente, una sonrisa gardeliana dibujada y la mirada recorriendo el lugar por lo alto. En las barras y las bancas del PJ festejaron. Sólo de ese lugar partió la ovación.
No hubo ningún decreto para que Racing pudiera jugar su partido. No se firmó ni una servilleta. Los recuerdos de los protagonistas parecen difusos en algunos casos y, en otros, se tiende a agigantar la historia. No hubo nada, todo lo que se necesitaba era voluntad política, alguien que dijera “se juega” y activara la maquinaría para que el fútbol volviera a funcionar. Ahí apareció la gestión de Marín con Macri para llegar a Puerta, el aprovechamiento del peronismo que gobernaba en una situación de emergencia y el pragmatismo de Grondona, que siempre ha preferido la pelota en movimiento. Ni siquiera hubo que levantar el estado de sitio.
El 19 de diciembre De la Rúa impuso la suspensión de las garantías constitucionales en todo el territorio argentino por un plazo de treinta días mediante el Decreto 1678/2001. Dos días después, cuando todavía la Asamblea Legislativa no le había aceptado la renuncia, en ese retorno fugaz luego de su huida en helicóptero, De la Rúa la levantó con la firma del 1689/2001. Se publicó en el Boletín Oficial del 24 de diciembre. “Hubiera deseado que lo hiciéramos nosotros”, dijo Puerta apenas llegó a la Casa Rosada. Sin embargo, por pedido de los gobernadores, redactó el Decreto 16/2001, que declaró el estado de sitio por diez días en Buenos Aires, y el 18/2001 y el 20/2001, que lo hizo en Entre Ríos y San Juan, respectivamente. Los tres llevaron la firma de Ramón Puerta, Miguel Ángel Toma, y Humberto Schiavoni. En el Boletín Oficial no figura ninguna marcha atrás acerca de estas medidas, por lo que el estado de sitio se mantuvo en esas tres provincias durante los diez días posteriores.
De todos modos, los partidos de Primera debían jugarse en la ciudad de Buenos Aires y ahí no regía el estado de sitio. Sólo se necesitaba que la Policía Federal garantizara la seguridad. Para eso también se requería una orden política. Lo mismo que para colocar la pantalla gigante en el Cilindro. El Gran Buenos Aires era un terreno más delicado. Allí aún regía el estado de sitio y, sin embargo, tampoco era un inconveniente, porque el estado de sitio no impide las reuniones. No es el toque de queda. En la Cachemira, eso sí, hubo que mover a la Policía Bonaerense aunque el operativo fuera menor. Tampoco fue problema.
¿Qué impedía, entonces, jugar? La decisión de Agremiados, nada más. La AFA había suspendido la fecha ese fin de semana por lo que sucedía en el país, pero la había reprogramado para el siguiente y tenía previsto jugar los partidos que cerraban el año. Pero el sindicato, horas después, anunció que sus afiliados no iban a jugar debido a la crisis política y social. Marchi también decía que no estaban garantizadas las condiciones mínimas de seguridad para los futbolistas. Los jugadores de Racing, sin embargo, sospechaban –y lo dijeron públicamente– que la medida gremial escondía el deseo de hacer las valijas. Martín Vitali era uno de los más duros por esos días: “Enseguida vi que el problema era por las vacaciones. Si la Policía nunca dijo que no daba garantías”.
La Policía, es cierto, no había dicho nada públicamente. Marchi insiste en que habían consultado y que la respuesta fue negativa: no se podía jugar. Lo mismo, pero al revés, decía por entonces Grondona, que ya tenían la confirmación de que no había problemas. Sin embargo, nadie podía desconocer el clima de tensión que se vivía.
“Agremiados toma las decisiones para el orto. Parece que los jugadores de Racing viven en una burbuja, que no tienen familiares que están pasando hambre”, se quejaba el arquero de River, David Comizzo. “Lo importante es el país, más allá de un campeonato de Racing o River. No podemos cambiar de pensamiento en 24 horas. No me gusta, y me sorprende que un día se diga que no, vayan diez hinchas, y se diga que sí”, opinaba Esteban Cambiasso, y agregaba: “En Racing debe pesar la desesperación por querer ganar un campeonato. Pero creo que no es tan grave esperar un mes. Más en el caso de ellos que han esperado tanto”. Había más y la ligaba el sindicato: “El 24 los de Agremiados van a estar brindando y nosotros pensando en que nos concentramos al otro día”, decía Martín Cardetti. Era evidente, entonces, lo que querían los jugadores de River. ¿Y los dirigentes? Según sostenían les convenía jugar la fecha ahí mismo y, de ser posible, tener un desempate. No sólo porque era la única forma que tenían de ser campeones. También porque las recaudaciones le podían dar aire a la tesorería del club. Gustavo Barros Schelotto, uno de los jugadores con más experiencia de Racing y también uno de los más escuchados por el resto de sus compañeros, reflexiona diez años después:
–Si uno aplica el sentido común, la medida de suspender todo momentáneamente estuvo bien. Por el caos que se vivía socialmente. Sí creo que fue correcto terminar el campeonato. Pero no tengo dudas de que Agremiados suspendió todo por el lío que había.
Martín Vitali se muestra autocrítico y, tal vez, más comprensivo que entonces.
–Nuestra mayor preocupación era que se jugara y uno no deja de ser egoísta en ese sentido. Uno dice: “Y bueno, no es mi problema”. Pero sí es mi problema, porque después todo vuelve. No podés vivir en una burbuja.

(Capítulo 5 del libro, publicado en Tiempo Argentino)

1 comentario:

Anónimo dijo...

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